Bajo qué criterios universales, o bien, socialmente
aceptados, puedo clasificar o encajar la admiración que suscitas. Un manual,
una ciencia exacta que determine en qué circunstancias idolatrarte implica el
sentimiento prohibido. Cuando se traspasan los límites de la pasión intelectual
y carnal al concepto de amor diferenciado, desigual, platónico e incluso
pudiendo llegar a causar dolor. Un amor material, tangible, al que se le han
dedicado miles de palabras cargadas de aquello de lo que siempre rehuí.
Lo decreté inadmisible, una debilidad a la que aplicarle un
rechazo contundente, que no me reste poder, mi dogma. ¿Y ahora? No quisiera
retraerme, sin embargo, desearía sentir por ti, aunque fuese dolor. Algo que
ratifique la superioridad que mi mente te ha encomendado. La excepción a la
mediocridad plena, la mía, la tuya, la que acepte, aceptes y aceptemos. Eso
quisiera vehementemente, pero me enfrento a mi misma, al bagaje, a la búsqueda
perpetua del dolor inmaculado. El miedo a una entrega defectuosa, a la
insuficiencia, mi precocidad y a mi belleza efímera. La prisión de un ideal
cómodo que ejerce de lastre. Y como siempre, lo sé, lo sé y aún sabiéndolo opto
por el inmovilismo.
Por supuesto que me considero hipócrita, cuando bien sabes,
que me fascina la capacidad infinita del mal y la crueldad. Hipócrita por creerme devota y postular un
magnetismo prácticamente innato a la falta de límites mientras continúo
aumentando los que nos separan. Y sin duda, estamos conformes, los dos.
Contradictorio, impredecible y caótico, tan jodidamente lineal y estancado con
el único objetivo de negarte y desear que tú también me niegues. La nada y sin
explicación.
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