viernes, 1 de octubre de 2010

Feliz Cumplementira (1 parte)

El algodón de sus calcetines roídos acariciaba un suelo deslizante lleno de mierda. Sí, indiscutiblemente estaba en su casa. Continuó su marcha por aquel habitáculo recreando en su mente la estúpida carrera de obstáculos que anualmente organizaba su antiguo colegio. El resultado fue una herida tamaño familiar en el codo, resbaló con el líquido derramado de un champú caducado, éste le sirvió de almohada durante el efímero periodo que malgastó maldiciendo su desgracia. Ahora, su ropa desprendía un fuerte olor a bosquecillo feliz.

El acontecimiento de la semana había sido este pequeño percance. Vivía sola en una azotea cuyos techos median más de dos metros, las puertas chirriaban entre engranajes sedientos de aceite y la carpintería exterior era el plato principal del sol y la humedad. El suelo sonaba como un tablado flamenco al mínimo paso y la instalación eléctrica era del siglo XIX. Las paredes vainilla de papel carcomido atrincheraban a esta pequeña Diógenes sin actitudes en una vida dedicada a la pintura.

Unas largas piernecillas de alambre sustentaban su cuerpo. Un lunar acomodado debajo del rabillo del ojo izquierdo se dejaba entrever entre los mechones que le tapaban el rostro, sus ojos verdes y rasgados veían la luz tras unas espesas y largas pestañas. Su boca pequeña de labios carnosos ocultaba una sonrisa que raras ocasiones lograba esbozarse. Tenía veintiún años y se llamaba Elisa.

Se dedicaba a pintar cuadros que nadie compraba, mientras tanto se sustentaba de un pequeño sueldo que obtenía trabajando los martes y jueves en una guardería. Su azotea formaba parte de una suculenta herencia que recibió tras la muerte de su padre y abuelo paterno años atrás. No podía hacer uso del dinero hasta que no cumpliera los veinticinco, la edad a la que supuestamente sería responsable. Su madre trabajó en un circo como acróbata hasta que conoció a su padre, murió a los pocos meses de dar a luz. Su padre era hijo único, y de la familia de su madre no sabía nada en absoluto, sus padres ni si quiera se casaron. Vagaba sola por el mundo pero tampoco le importaba, ya no había lugar para lágrimas, un rostro amargo le acompañaba allí dónde fuese. Odiaba a las personas que se compadecían de sí mismas como reclamo de atención y fiel a sus principios, procuraba pasar desapercibida.

El veintisiete de abril fue su cumpleaños, a él acudieron dos compañeras de trabajo, Susana y Daniela, y la única amistad que conservaba del colegio, Marcos. Organizaron una fiesta sorpresa en su casa y aprovecharon para limpiarla un poco. Desocuparon la mesa de mármol de la cocina dónde colocaron un tapete fucsia digno de mercadillo con una tarta de limón y nata presidiendo la mesa. Elisa se sentía a gusto y volvía a sonreír. Entre copas de champán barato, Susana anunció que estaba embarazada de dos meses y que su prometido, Carlos, había decidido adelantar la boda a verano. La embriaguez dejó paso a los gritos de júbilo de Marcos y a un aplauso desacompasado de Daniela. Elisa se limitó a enseñar los dientes dulcemente. Cuando los invitados se marcharon, apagó las luces y se tumbó en el sofá ahora con cojines bien colocados. Torpemente encendió un cigarrillo y aspiró. Era la primera vez que sentía celos de su amiga. Ella decidió no dejar entrar a nadie en su vida pero no obstante no podía evitar sentirse tan sola. Era hipócrita con ella misma y era consciente de ello.

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